El
lobo era, en la mentalidad romana, un animal símbolo de ferocidad y fuerza, con el que los romanos deseaban identificarse, pues sus atributos eran necesarios en la
guerra, y ello explica su vinculación como animal de Marte. Así, Rómulo y Remo
no solo eran hijos del dios, sino que habían bebido y asimilado la ferocidad
que caracterizaba al ejército romano directamente de las mamas de la famosa
Loba, enviada por Marte para ayudar a su descendencia. Esta conexión nos la
demuestran autores como Tito Livio, quien describió una estatua de Marte
rodeado de lobos en la vía Apia, o Virgilio en la Eneida refiriéndose al lobo
con el nombre martius.
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Fotografía de un lobo italiano o canis lupus italicus con un abundante pelaje invernal (imagen de http://www.grandvoyageitaly.com/uploads/3/7/2/7/37277491/60-1iberian-wolf-c_orig.jpg)
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De
igual modo, para los romanos el lobo estuvo asociado al Inframundo; en el mundo
funerario etrusco se han hallado urnas cinerarias esculpidas como demonios con
forma de lobo. Todo ello se debía al carácter depredador de un animal que podía
llegar a hacer estragos entre una sociedad de profundas costumbres pastoriles y
veía amenazados sus rebaños. En su capítulo dedicado al lobo, Plinio el Viejo
nos recuerda una leyenda itálica en la que, al mirar directamente los ojos de
un lobo, se pierde la voz; por ello, cuando alguien se quedaba sin palabras,
era común decirle lupus est tibi visus.
En sus Geórgicas, Virgilio describe el gran temor que despertaban los aullidos
del lobo, un mal que, según Columela, solo se podía combatir con perros fuertes
y sanos.
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Caliza, s. III d.C. Relieve con escena de ofrenda en la que se representa a un dios híbrido con cabeza de lobo o perro coronada con gavillas de trigo, sosteniendo una llave en su mano derecha y un caduceo y gavillas de trigo en su izquierda y con piernas en forma de serpientes (imagen de https://ralphhaussler.weebly.com/uploads/2/1/6/9/21696158/9718391_2.jpg)
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Los
hombres lobo siempre han sido seres que han fascinado a la imaginación humana a
lo largo de la historia, y los romanos no fueron una excepción. Plinio el Viejo
fue uno de los autores que lo mencionaron en profundidad dentro de su Historia
Natural (VIII, 81); el término latino más correcto para referirse a estas criaturas
era versipellis o cambiapieles, más
que el término lykos procedente del
griego. En sentido estricto, el término latino viene a significar “con la piel
del revés” o “el que muda la piel”, es decir, una transformación reversible.
En
ningún caso las fuentes antiguas especifican que las transformaciones
ocurriesen por efecto de la luna llena,
sino por vía de una serie de rituales concretos, pócimas mágicas, la voluntad
divina, el contacto con la naturaleza o con lugares asociados a la muerte. En
ese sentido, si exceptuamos la intervención de los dioses, en todos los casos
el individuo es libre de decidir cuándo quiere transformarse, a diferencia de
las versiones modernas del licántropo, en las que su transformación es
involuntaria o forzada.
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Cerámica, s. VI a.C. Vaso póntico con escena de hombre lobo, atribuido al pintor de Tityos y hallado en Vulci. Conservado en el Museo Etrusco de Villa Giulia, Roma (imagen de https://www.archeotravelers.com/en/2022/10/31/lycanthropy-between-myth-and-archaeology/)
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Los
autores latinos, más que hablar de relatos de terror, trataron estos episodios
de licantropía como meras fantasías propias de la simpleza del vulgo; Galeno en
particular incluso llegó a considerarla más como una enfermedad en su obra Ars Medica, como un tipo de melancolía
que se podía tratar.
Vamos a conocer las principales menciones a la licantropía en las fuentes
literarias latinas.
Virgilio (70-19 a.C.; Églogas, VIII, 95-99)
En su
octava égloga, Virgilio nos ofrece un relato inspirado en el “Idilio de las
hechiceras” de Teócrito:
“Estas
hierbas, estos venenos recogidos en
el Ponto – pues en el Ponto nacen sin tasa –, me las dio el propio Meris.
Gracias a ellas, muchas veces vi a Meris convertirse en lobo y guarecerse en
los bosques, y muchas veces arranca
las ánimas de sus hondos sepulcros y traslada las mieses sembradas a otro lugar”.
Nos
encontramos al pastor Meris, quien consigue transformarse gracias a unas
hierbas de carácter mágico, tras lo cual se mueve entre los entornos salvajes
del bosque y funerarios de la necrópolis. Sirve como ejemplo en el relato que
una bruja hace al pastor Alfesibeo, quien le pide ayuda para obtener el favor
de su querida Dafnis.
Tíbulo (54-19 a.C.; Elegías, I, 5, 37-60)
En un
pasaje de sus elegías de contexto amatorio, Tíbulo nos ofrece el único y
excepcional ejemplo de licantropía en el género femenino; concretamente se
trata de una alcahueta, aunque en realidad se descubre que es una hechicera con
ese poder de transformación:
“A
menudo traté de alejar mis penas con el vino, mas el dolor supo transformar
todo aquel vino puro en lágrimas. A menudo me busqué otra dueña, mas, al ir a
probar sus goces, Venus me recordaba a la mía, y, encima, la otra me plantaba.
Entonces, cuando me dejaba, la mujer aquella me decía que la habían hechizado y
que le daba vergüenza, y me contaba que mi Delia
estaba al tanto de mis infamias. Mas no lo logra con ensalmos: mi niña me
embruja con su rostro, con sus tiernos abrazos, con sus rubios cabellos. Y yo,
como Tetis, la azulada hija de Nereo, otrora llevada al hemonio Peleo a lomos
de un dócil pez. Esto es lo que me hace daño: que le han puesto delante un
amante rico, y una astuta alcahueta
ha venido para acabar conmigo. Que coma ella manjares llenos de sangre y con boca ensangrentada apure sus copas
funestas, llenas de hiel. Que las ánimas que buscan su destino vuelen a su
alrededor, y cante siempre desde lo alto de su techo la torva estrige. Que
ella, azuzada por el hambre, fuera de sí, rebusque entre tumbas las hierbas y huesos que dejaron atrás los lobos feroces.
Que corra y con el vientre desnudo aúlle
por las ciudades, y vaya tras ella la fiera jauría de los perros de las encrucijadas. Así será. Un dios me da su señal.
Tienen sus dioses los enamorados. Y, si por malas razones abandonan a Venus,
ella se enfurece. Mas tú olvida cuanto antes los consejos de las brujas
rapaces, que puede cualquier amor ser forzado con regalos”.
Una
vez más, encontramos un contexto de tumbas, donde estas criaturas encontraban
su sustento, al igual que el gusto por la sangre de sus víctimas. Resulta
necesaria la ayuda de los perros para alejar semejante mal de las ciudades.
Ovidio (43 a.C. – 17 d.C.; Metamorfosis, I, 205-239)
Sin
dudar, el siguiente pasaje de Ovidio es uno de los más importantes que se han
conservado, no solo por lo completo en detalles, sino por ese trascendental compendio
de mitología que representan las Metamorfosis.
Se nos describe nada menos que el origen de la licantropía, en la persona del
rey arcadio Licaón:
“Después de que Júpiter acallara los murmullos
con su voz, hizo un ademán, y todos guardaron silencio. Y, en cuanto cesó el
clamor, frenado por la majestad del rey, él rompió el silencio de nuevo con
este relato: «Aquel
– no tengáis cuidado – ha pagado su castigo. Con todo, os explicaré lo que hizo
y la pena que ha sufrido. Habían llegado a mis oídos los crímenes de aquellos
tiempos. Deseando, y mucho, que fueran falsos, bajé de lo alto del Olimpo y,
aun siendo un dios, lustré las tierras bajo apariencia humana. Mucho me
demoraría si pormenorizase los muchos delitos cometidos y dónde los hallé. Lo
que pregonaban los rumores era menos terrible que la propia realidad. Había
atravesado yo el Ménalo, horrenda guarida de fieras, y tras él el Cilene y los
pinares del helado Liceo.
Por ahí penetré en la patria y en la inhóspita morada del tirano arcadio.
Cuando los últimos rayos del crepúsculo trajeron la noche, di la señal de que
un dios se aproximaba, y el pueblo empezó a suplicar. Licaón, de entrada, se burló de los píos votos y luego dijo: “Voy a
probar de forma indubitable si este es un dios o un mortal. Y la verdad no será
puesta en cuestión”. Decide darme una muerte aleve cuando esa noche caiga rendido
por el sueño. Oportuna le parece esta prueba de la verdad. Y, no contento con
ello, con su espada degolló a un rehén del pueblo moloso. Y, así, por un lado,
ablanda en agua hirviendo los miembros semimuertos y, por otro, los asa al
fuego. Y, en cuanto dispuso aquello en las mesas, yo, con mi llama vengadora, hice caer sobre él la casa, unos penates
dignos de tal dueño, el cual huyó aterrorizado y alcanzó el silencio de los
campos, en donde aullaba y en vano
intentaba hablar. Y sus fauces recogieron la rabia que tenía en su ser. Y, en su afán de tornar a sus crímenes
acostumbrados, se volvió contra los ganados, y aún ahora también se goza en su sangre. Sus ropas mudáronse en pelo;
sus brazos, en patas, y él, en lobo, mas guardaba todavía algún vestigio de su
antigua apariencia. Su canicie es la misma, la misma es la violencia de su semblante. Sus ojos brillan de la misma forma. Es
la propia imagen de una bestia”.
El
nacimiento de esta raza de criaturas fue, pues voluntad divina del mismo Zeus;
en el culto arcadio, el dios principal del Olimpo recibía el nombre de Zeús Lýkaios o “Zeus lobuno”, en
conexión directa con este mito. Licaón fue castigado con la transformación
forzosa de su ser por haber cometido el gravísimo delito de realizar
sacrificios humanos y vulnerar las leyes de la hospitalidad griega al desear
matar a Zeus, que era su huésped, y ofrecerle además carne de un esclavo muerto
para cenar.
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Óleo sobre lienzo, 1636-1638. "Júpiter y Licaón", obra diseñada con boceto sobre tabla por Rubens como encargo de la Torre de la Parada, y pintado por su ayudante Jan Cossiers. Conservado en el Museo del Prado, Madrid (imagen de https://commons.wikimedia.org/wiki/File:J%C3%BApiter_y_Lica%C3%B3n_(jan_Cossiers).jpg)
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Petronio (14/27-65 d.C.; Satiricón, 61-62)
Durante
la narración de su obra, Petronio solo hace hablar a sus personajes sobre
relatos de monstruos y fantasmas con el único propósito de tildarlos de meras
patrañas, cuentos del vulgo ignorante que servían para distraer y entretener a
la gente culta y de mejor rango social. Es por esta razón que, en el mundo
romano, jamás surgió un género literario de terror:
“Era
yo a la sazón esclavo, y vivíamos en el callejón estrecho, en donde ahora está
la casa de Gavila. Allí – así lo decidieron los dioses – me hice amante de la
esposa del tabernero Terencio. Si hubierais conocido a Melisa, la tarentina…
Una preciosidad que emborrachaba. Ahora bien: yo, por Hércules, no iba por sus
carnes o por motivos lúbricos, sino más bien porque era mujer de buenas
prendas. Si le pedía algo, jamás me lo negaba. ¿Que ella conseguía un as? Tenía
yo medio. Y yo, a mi vez, le metía todo en su faltriquera, y nunca me engañó.
Su marido pasó su último trance en una villa. Y, así, “por escudos y grebas”
hice y deshice para ver cómo podía ir junto a ella, pues, como dicen, los
amigos se presentan en las situaciones difíciles.
Y
resulta que mi señor había salido para Capua con el fin de liquidar unos bienes
de fácil venta. Habiendo hallado una oportunidad, persuadí a nuestro huésped
para que me acompañara hasta el quinto miliario. Era un soldado fuerte como un
ogro. Y a eso que cantó el gallo movimos el culo. La luna iluminaba la noche como si fuera mediodía. Íbamos entre mausoleos, y el individuo se puso a aliviarse
junto a unos sepulcros. Yo me senté y me puse a canturrear y a contar las
lápidas. Luego, cuando me volví hacia mi acompañante, él se desvistió y puso todas sus ropas junto
al camino. Creí que el alma se me subía a la nariz: estaba como un cadáver. Él,
por su parte, orinó en círculo alrededor de sus ropas y, de repente, se
transformó en lobo. No penséis que
me burlo de vosotros. No hay dinero en el mundo que me pueda inducir a mentir.
Pero lo que empezaba a deciros: después de transformarse en lobo, comenzó a aullar y huyó hacia el bosque. Al principio, yo no sabía ni
dónde me hallaba. Luego me acerqué para llevarme sus ropas, pero se habían
vuelto de piedra. Si hay alguien en el mundo que podía morirse de miedo, ese
era yo. Desenvainé mi espada y fui acuchillando las sombras por todo el camino
hasta que llegué a la villa de mi amada. Entré como un alma en pena y más
muerto que vivo, el sudor se me escapaba de la espina dorsal y mis ojos estaban
muertos. Apenas me repuse, mi Melisa empezó a preguntarme por qué andaba tan
tarde y me dijo: “Si hubieras venido antes, al menos nos podrías haber ayudado,
pues un lobo ha entrado en la villa y ha desangrado a todo el rebaño como un matarife. Sin embargo, aunque ha huido,
no se ha burlado de nosotros, pues uno de nuestros esclavos le ha atravesado el
cuello con una lanza”. Al oír su relato, no pude abrir más los ojos y, como ya
era de día, hui a casa de nuestro Cayo como el tabernero desplumado. Y, cuando
acudí al lugar en donde había transformado sus ropas en piedra, no encontré nada,
mi amigo el soldado yacía en cama como un buey, y un médico le estaba curando
el cuello. Me di cuenta de que él era un hombre lobo y, en adelante, ya no pude
compartir el pan con él; ni aunque me hubieran matado. Ya sabrán los demás lo
que piensan de esto. Mas, si miento, que tenga airados a vuestros genios”.
Petronio
es el único autor latino, y puede que sea uno de los escasos ejemplos en la
Antigüedad, en la que se menciona la presencia de la luna en el momento de la
transformación, aunque por su descripción, no parece que en el relato el
satélite sea el agente causante de la transformación del soldado, pues en todo
momento mantiene control de su propio ser y elige desvestirse para realizar la
transformación, tras lo cual parece perder todo control y raciocinio, actuando como un lobo salvaje
más. A nuestro juicio no es así, pues de nuevo, y una vez herido, decide volver
a convertirse en humano para buscar la atención médica que no recibiría como
bestia.
Plinio el Viejo (23-79 d.C.; Historia Natural, VIII, 22, 34)
Aunque
ya existían en Italia leyendas arraigadas sobre los hombres lobo (como
demuestra el uso de la palabra latina versipellis), Plinio se limita a recoger
en su obra enciclopédica leyendas de origen griego, con un punto de vista
escéptico y descreido; concretamente alude a un episodio que ya trató Evantes
de Samos,
en el que un muchacho arcadio fue elegido por sorteo para ser conducido a un
lago de la región y cruzar a nado el lago tras dejar sus ropas en un roble.
Tras llegar a la otra orilla, caminó hasta llegar a un desierto, y allí se
transformó en lobo, forma que mantuvo durante nueve años, conviviendo con los
demás animales salvajes y evitando en todo momento entrar en contacto con otro
ser humano; transcurrido ese tiempo, y volviendo a cruzar el mismo largo, retomaría
su forma humana, pero siendo nueve años más viejo.
En
otra mención, Plinio nos habla de Agríopas, un autor de una historia de los
Juegos Olímpicos que relata cómo el parrasio
Deméneto probó las entrañas de un
niño inmolado durante un sacrificio humano que los arcadios ofrecían a Júpiter
Liceo, tras lo cual se convirtió en lobo;
sin embargo, a los diez años recuperó su forma original y su actividad
deportiva.
Puede
que lo más interesante de Plinio sea el primer pasaje, que nos conecta
directamente con las experiencias de iniciación juvenil, más conocidas como “ritos
de paso”; en este caso particular, los jóvenes eran obligados a abandonar su
comunidad y vivir en la naturaleza como bestias. Solo así podían acceder a la
condición de adultos integrados en la sociedad y la civilización cuando
regresasen. Resulta inevitable encontrar una conexión con la famosa fiesta
romana de las Lupercalia, desarrollada en torno al mito del lobo y el dios
Fauno (llamado Luperco) como agente de fertilidad sexual y/o protector de las
manadas de lobos, y en la que se sacrificaba un perro (enemigo del lobo) al
dios.
Agustín de Hipona (354-430 d.C.; La ciudad de Dios, XVIII, 17)
Ya en
el Bajo Imperio tenemos como último autor a San Agustín, quien recopiló algunos
episodios sobrenatulares sobre el origen de la licantropía, teóricamente
extraídos de Varrón. Viene a ser un “copia y pega” de lo relatado por Plinio el
Viejo, con la única diferencia de que el licántropo recuperaba su forma humana
solo si había estado nueve años sin probar la carne humana. La innovación,
pues, consiste en crear el motivo del hombre lobo como bestia hambrienta de
carne humana:
“Y,
para confirmarlo, Varrón da cuenta de otras cosas no menos increíbles de
aquella famosísima hechicera, Circe, la cual transformó a los compañeros de
Ulises en animales; y también de los arcadios que, tras ser sorteados,
atravesaban una laguna y allí se convertían en lobos y vivían en los desiertos
de aquella región con otras fieras de esa misma especie. Por otra parte, si
lograban privarse de la carne humana,
a los nueve años podían recobrar su aspecto humano tras volver a cruzar la
misma laguna. Finalmente, menciona también a un tal Deméneto, quien, tras
probar la carne de un niño sacrificado por los arcadios a su dios Liceo, se
transformó en lobo y a los diez años recuperó su aspecto, actuó en las
competiciones pugilísticas de los Juegos Olímpicos y venció en ellos. Y el
historiador considera que los arcadios denominaron a Pan y Júpiter con el epíteto de liceo precisamente por la transformación
de los seres humanos en lobos, cosa que consideraban no podía hacerse sino por la
intervención divina. Porque, en
griego, “lobo” se dice lýkos, de
donde parece derivarse el nombre de liceo”.
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Ilustración con interpretación moderna de la transformación del rey Licaón (imagen de https://pbs.twimg.com/media/F5VvSi9XEAARBS6.jpg)
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Fuentes:
Agustín
de Hipona: La ciudad de Dios.
Ovidio:
Metamorfosis.
Petronio:
Satiricón.
Plinio
el Viejo: Historia Natural.
Tíbulo:
Elegías.
Virgilio:
Églogas.
Bibliografía:
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