A veces, con la tan acostumbrada imagen que tenemos de las
legiones romanas como máquinas de picar carne y conquistar tierras, se nos
olvidan los sufrimientos y sentimientos de los seres humanos que las
integraban.
“Enrólate en la legión – me dijeron.
Verás mundo – aseguraron.
Y tendrás comida y sueldo garantizados – prometieron”.
Podemos especular que algunas de estas palabras, que en ciertos momento
ya habrán leído fans de Astérix en boca de descafeinados soldados romanos,
pudieron realmente ser formuladas por muchachos y hombres que sufrieron el día
a día en las legiones. Artemidoro aseguraba: “Un hombre que se enrola en
el ejército cambia de vida por completo. Deja de ser alguien que toma sus
propias decisiones y emprende una vida nueva, dejando atrás la anterior”. Ciertamente la vida en la legión podía suponer una salida a la
pobreza y la miseria de muchos:
- Era una forma de obtener alimento.
- Recibir una paga (no
superior a la de un trabajador libre, pero sí fija).
- Obtener cierto respeto y estatus
social, pues sin duda no mirarían igual en el mercado a un simple mendigo en
vez de a un temido veterano.
- Durante el servicio militar, el individuo podía
aprender un oficio, leer y escribir.
- Se recibía una atención médica superior a la
media social.
- El soldado gozaba de ciertos privilegios si debía hacer frente a procesos
judiciales (por ejemplo, no podían ser torturados o condenados a las minas, ni
ser ejecutados como criminales comunes).
- Y, si conseguía sobrevivir a un largo
servicio de años y sin mutilaciones, gozaría del dinero o las tierras que el
Estado le ofrecía al licenciarse.
Pero desde luego estas ventajas acarreaban una buena dosis de
inconvenientes. El soldado debía obedecer sin rechistar las órdenes de los
oficiales, soportar obligaciones diarias, castigos corporales o hasta la pena
capital sin posibilidad de defensa. Resumamos un poco en qué consistía la vida de un individuo desde que ingresaba en la legión.
Reclutamiento
Se calcula que el ejército romano necesitaba entre
7500 y 10.000 nuevos reclutas cada año para su mantenimiento, pero no aceptaba
a cualquiera. Los oficiales de reclutamiento estaban interesados en hombres
jóvenes, que rondasen los 20 años, de entre 1,72-1,77 metros de altura, preferiblemente de
procedencia rural, pues estarían acostumbrados a vivir con dureza y así
resistirían mejor el rigor militar, aunque también se aceptaba (dada su
utilidad) a quienes hubiesen ejercido como cazadores, carpinteros, herreros o
carniceros. Si a todos estos requisitos se sumaba la ignorancia, tanto mejor,
pues los mejores soldados eran aquellos que no cuestionaban las ordenes, aunque
no se rechazaba a los letrados y cultos, útiles para ocupar puestos
administrativos; pragmatismo ante todo. En cualquier caso, todos pasaban por el
valetudinarium para un “chequeo
médico” que aseguraba que el aspirante estuviese en una condición física
adecuada. Mientras que a los ciudadanos se les asignaba como legionarios, a los
peregrinos se les destinaba como tropa auxiliar, pudiendo adquirir la
ciudadanía con el término de su servicio.
Destino y entrenamiento
A continuación, al recluta se le daba un destino en
una unidad específica y en un campamento estable, formando parte de una centuria,
un manípulo y una cohorte concretos dentro de la legión, directamente en las
fronteras de los dominios romanos. En estos campamentos, los legionarios serían
alojados en tiendas o barracones según la naturaleza del campamento, con
capacidad para una centuria cada uno, es decir, unos 80 hombres divididos a su
vez en grupos de 8. Cada grupo o contubernium
tenía asignadas dos pequeñas habitaciones de 5 m² cada una (para armas y
otros objetos, y como dormitorio). Parece un espacio muy reducido para ocho
personas, pero hay que pensar que no habría muchas ocasiones en las que todos
coincidiesen a la vez en el mismo sitio, pues siempre habría alguien que
estuviese cumpliendo una tarea, hubiese fallecido, o pasase la noche extramuros.
Los reclutas pasaban a estar bajo el mando de un centurión, y éste les
adiestraría y castigaría con severidad durante 6-8 meses; a modo de ejemplo,
Tácito (Ann., I, 16-30) nos habla del centurión Lucilio, al que llamaban “¡Vamos, otra!”, porque
tras romper una vara en la espalda de un soldado pedía otra a gritos
(terminaría siendo asesinado en un motín). Para conseguir un trato de favor del
centurión, a veces un pequeño soborno no estaría de más, como afirma el
legionario Claudio Terenciano al asegurar en una carta que en el ejército “no
se consigue nada sin dinero”.
Parte del entrenamiento incluía marchas kilométricas
para aprender coordinación en las formaciones, o simulacros de batallas en
grupos, cargando pesos de en torno a 25-30 kg solo en equipo militar (escudo,
espada, casco, armadura, pila…); con
todo el equipaje, los soldados podrían llegar a cargar entre 45-50 kg en
marchas que podían abarcar entre 30-45 km diarios de ser necesario. Cuando era
menester, al finalizar una marcha la legión debía preparar el terreno para
montar el campamento provisional mediante la excavación de fosas, terraplenes,
talado de bosques para levantar la empalizada, etc… En palabras de Flavio
Josefo, este entrenamiento no era muy diferente de la propia guerra,
ejercitándose los soldados cada día con mucha intensidad: “sus maniobras como
batallas incruentas y sus batallas como maniobras sangrientas”. Para Vegecio (Epitoma Rei Militaris, I, 1), solo
gracias a ese entrenamiento y disciplina pudieron los romanos dominar el mundo:
“Vemos, en efecto, que el pueblo romano ha sometido al mundo entero
exclusivamente gracias al adiestramiento en el uso de las armas, a la
disciplina del campamento y a la experiencia militar”.
Pasados esos meses, los reclutas ya estaban
preparados para entrar en combate.
Tareas del día a día: las obligaciones militares del soldado eran numerosas
y rutinarias.
- Tras el desayuno, se pasaba
revista (se leen anuncios importantes, se pasa lista…).
- En esa revista a cada soldado se le
asignaban tareas y órdenes del prefecto, registradas con detalle en la hoja de
servicios: guardias en diversos puntos del campamento (entrada, torres,
parapetos…), mantenimiento del calzado, cuidado de letrinas y termas, escolta
para algún oficial o dignatario, patrulla exterior, control de vías o peajes,
protección de civiles o mercaderes frente a bandidos o incursiones bárbaras,
una misión militar como miembro de una vexillatio…
sin olvidar el santo y seña. Una de esas hojas, perteneciente a una centuria de
la legión III Cirenaica a finales del s. I d.C., consta de las tareas de la
tropa durante los diez primeros días de octubre.
- Respecto a la asignación de guardias, había dos diarias, repartidas en las puertas,
terraplenes, almacenes, silos, hospital, principia, los praetoria…
- Las faenas podían ser muy diversas, desde barrer o ayudar en
los almacenes, a trabajar en la fragua, los baños, establos y letrinas, y se
asignan según el ánimo y voluntad del centurión, por lo que interesaba
sobornarle si era posible.
- En la rutina diaria también había instrucción y entrenamiento, y de ellos no se libraba
nadie:
- Campus:
maniobras en el campo, desde marchas a luchas simuladas en formación, sin
olvidar la natación.
- Basilica/Ludus:
se refiere a una sala de entrenamiento o al anfiteatro, ambos sirven para
realizar ejercicios con armadura, prácticas de esgrima contra un poste de
madera, marcha en círculos, salto de zanja…
Mientras otros soldados preparan la Cena, durante la tarde, y siempre que no le tocase guardia, el
soldado se dedica a mantener y preparar su equipo, leer correspondencia,
visitar las termas o pasarlo bien fuera del campamento.
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Ejemplo ilustrado del mantenimiento del equipo militar (imagen de https://historia.nationalgeographic.com.es/medio/2012/07/31/la_vida_en_el_fuerte_1009x2000.jpg)
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En cualquier caso, nunca faltaban las tareas; a fin de cuentas, en la legión había buen número de
hombres bien adiestrados (albañiles, herradores, secretarios…), por lo que era
una cantera ideal para que un funcionario del gobierno localizase un servicio
concreto, y bien recibido, pues nada mejor que una tarea distinta para escapar
de la rutina. El cumplimiento de dichas obligaciones debía ser riguroso, pues
el castigo podía ser extremo de no ser así: a los que se dormían en una
guardia, los cobardes que huían de la batalla, los necios que desobedecían una
orden directa o los desertores recibían la muerte.
Comida y ocio
La dieta básica del legionario consistía en cereales
(trigo en mayor medida), carne de cerdo o ternera (a veces incluyendo caza o
pesca), vegetales y legumbres (lentejas y habas sobre todo), aunque cada
soldado era libre de solicitar a sus familiares el envío de comida extra por
correspondencia. La bebida consistía en agua, cerveza o vino de mala calidad (a
veces incluyendo posca). Estos alimentos se distribuían en tan solo dos comidas
diarias: el desayuno o prandium en el
amanecer (quizás un poco de fiambre y queso) y la comida principal o cena
al acabar la jornada. No obstante, no debemos imaginar a toda la tropa reunida
en un comedor colectivo, pues tal espacio no existía en los campamentos; en su
lugar, cada soldado recibía sus correspondientes raciones y las cocinaba en el
espacio del contubernium, donde
estaban los molinos, morteros y cocinas fijos o portátiles (cargado todo por
una mula en cada contubernium). Comer
rodeado de tus otros siete compañeros de habitáculo fomentaba la camaradería.
Cuando no tenían el tiempo ocupado en
responsabilidades, los soldados podían visitar las termas del campamento, donde
descansaban, se aseaban, hacían vida social o practicaban juegos de azar. Algunos
campamentos incluían hasta un anfiteatro, como el de Caerleon (sur de Gales),
donde se realizaban munera, venationes o hasta exhibiciones de lucha
de los soldados. Otra opción era visitar las canabae, es decir, los asentamientos de población civil que se
formaban en torno al campamento, poblado de comercios, tabernas o burdeles
dispuestos a pulir los sueldos de las legiones. Allí también vivían las
familias extralegales de los legionarios, de ahí que, con el paso de los años,
en este espacio se terminasen formando aldeas (vici) o futuras ciudades.
Por supuesto, la legión no descuidaba la religión, a
veces un importante aglutinante para personas de distinta procedencia o fortuna
social. Ceremonias consagradas a Júpiter Óptimo Máximo, Roma, la Victoria
Augusta, la Disciplina o al propio emperador aseguraban la lealtad de la tropa
al poder establecido, y las fiestas religiosas daban salida al agotamiento de
la rutina; de forma privada, los soldados podían adorar a sus propios dioses,
independientemente de la región de procedencia; precisamente, Mitra cobró
muchísima importancia en el ejército, prometiendo la salvación para sus
iniciados. Documento de gran valor al respecto es el Feriale Duranum, un papiro del s. III d.C. donde consta un
calendario religioso practicado por los legionarios.
Salario y gastos
Los legionarios recibían una paga regular (o al menos
esa es la “norma”) que ascendía a 225 denarios anuales en tiempos de Augusto,
cifra que fue aumentando con el paso de los años. El problema es que esa misma
paga servía para cubrir los costes de comida, mantenimiento del equipo y otros;
el total ahorrado por el soldado, siendo optimistas, podría llegar al 25% de la
soldada (es decir, poco más de 56 denarios en época augustea), siempre y cuando
no hubiese gastos imprevistos o el individuo no lo derrochase en apuestas. Sin embargo, para el soldado aplicado siempre existía
la posibilidad de un sueldo mayor acorde al ascenso en los rangos militares. De
hecho, un centurión podría cobrar hasta 15 veces más que un legionario; de no
tener suerte en este campo, siempre quedaba la opción de obtener ingresos
adicionales, como el botín de guerra o los donativos extraordinarios ofrecidos
por los emperadores en sus testamentos o para ganar su lealtad.
El Final
Lógicamente, la mortalidad durante el servicio militar
podría llegar a ser muy elevada, a veces por enfermedades, a veces por heridas
mal curadas, a veces por un rotundo hachazo del enemigo. Por supuesto, podía haber circunstancias insoportables, como prueba la revuelta encabezada por
legionarios de Panonia en el 14 d.C., en la que su cabecilla pronunciaba estas
elocuentes palabras: “Bastante hemos pecado de cobardía accediendo a servir
durante treinta o cuarenta años hasta acabar viejos y, en la mayoría de los
casos, con el cuerpo mutilado por las heridas”, quejándose del miserable
jornal que recibían a cambio de soportar “los golpes y heridas, la dureza del
invierno, las fatigas del verano, las atrocidades de la guerra o la esterilidad
de la paz”.
Los afortunados que consiguiesen dejar la legión cruzando la puerta
de los vivos lo harían por tres vías:
- Missio Causaria: el soldado es licenciado tras examinarse que ha quedado incapacitado para
el combate a consecuencia de sus heridas.
- Missio Ignominiosa: lo que en términos modernos sería una licencia con deshonor, expulsado
del ejército por acciones criminales e inhabilitado para cualquier servicio
militar.
- Honesta Missio: la mitad de la tropa que conseguía sobrevivir a los 25 años de servicio
se licenciaban con honor, recibiendo un documento que les acreditase como
licenciados, y como veteranos contaban con una serie de derechos y privilegios:
- De entrada, los peregrinos de las tropas auxiliares
pasaban automáticamente a convertirse en ciudadanos romanos al recibir un
diploma de bronce donde se detallaba su nueva condición legal, con todo lo que
ello acarreaba.
- Exención de numerosos impuestos.
- Trato preferente en procesos judiciales.
- Legalización de su situación matrimonial previa.
- Retorno a sus “hogares” con un premio en metálico o la
obtención de terrenos de cultivo próximos a su lugar de servicio o en la misma
región (delimitados durante la centuriación por un agrimensor), una opción muy
elegida por los que se habían casado con mujeres locales. Algunos cogían el
dinero y lo invertían en abrir un negocio; si te licenciabas como centurión
podías alcanzar una buena posición social en la ciudad donde situases tu
residencia, pudiendo ingresar hasta en las magistraturas.
El valioso testimonio de las CARTAS
Los legionarios no sólo debían combatir a los enemigos de Roma,
y como ejemplo, un testimonio particular en forma de carta de un soldado a su
madre:
"Querida madre, espero que te encuentres bien. Cuando
recibas esta carta, te estaré profundamente agradecido si me envías algo de
dinero; me he quedado sin nada, porque me lo he gastado todo en comprar un
carro y un burro. Por favor, envíame un abrigo, un poco de aceite y, sobre todo,
mi asignación del mes. La última vez que estuve en casa me prometiste que no me
ibas a dejar sin blanca, y ahora me tratas como a un perro. Le madre de Valerio
le envió el otro día unos pantalones, una medida de aceite, una caja con comida
y algo de dinero. Por favor, envíame algo, no me dejes así. Dales recuerdos a
todos en casa. Tu hijo que te quiere".
A través de algunas cartas de soldados que se han conservado
hasta nuestros días, podemos observar que no diferían mucho de los seres
humanos modernos, con preocupaciones tales como llegar a final de mes, saber si sus
familiares estaban bien, desear que sus hijos estudien o rogar porque se le
envíe más ropa de abrigo.
EJEMPLO I: encontramos a Cayo Mesio,
acantonado en Judea, avisando del gasto de todo su salario (unos 50 denarios)
en el mismo día de recibirlo, después de hacer frente a todos los pagos
pendientes: 16 denarios en cebada, 20 en comida, 5 para calzado nuevo, 2 por
correas de cuero y 7 para túnicas de lino.
EJEMPLO II: muy similar al anterior, Claudio Terenciano, soldado desde el
110 d.C. y destinado en Alejandría, rogaba a su padre (el veterano Claudio
Tiberiano asentado en Karanis, a 75 km de El Cairo) que “si está de acuerdo, me
envíe desde allí unas botas bajas y un par de calcetines de fieltro. Las botas
con botones no valen para nada, me proveo de calzado dos veces al mes”. También
le avisa de lo siguiente: “Te he enviado por Martialis una bolsa bien cosida,
en la que van dos mantas, dos capas, dos toallas y dos coberturas de lino”. En
otra misiva cuenta cómo un compañero le ha robado la capa que su padre le había
enviado, conminándole a que en futuras remesas “ponga una dirección en todo y
una descripción física escrita para mí a fin de evitar cambios durante el
transporte”.
EJEMPLO III: en la misma ubicación
geográfica, tenemos al soldado Julio Terenciano, quien recibe carta de su mujer,
Apollonous, deseándole buena salud, informando de que ella y los niños están
bien y que asisten a clases con una maestra, y que la renta y semilla están
disponibles, concluyendo:
“... con respecto a tus campos, he perdonado a tu hermano
2 atabas de renta, de modo que he recibido de él 8 atabas de trigo y 6 atabas
de semillas de hortalizas. No te preocupes por nosotros, y cuídate tú. Me dijo
Termouthas que te has comprado un par de cinturones; me alegro mucho. Y con
respecto a los olivares, ¡qué buenos frutos están dando hasta ahora!”.
EJEMPLO IV: datado en torno al 41-67 d.C., nos
muestra a una mujer reprochando a su esposo que haya permitido que uno de sus
hijos se alistase en el ejército: “No le diste buen consejo al decirle que se
uniera al ejército. Porque cuando yo le insté para que no se alistara, me dijo
que su padre se lo había dicho”. Concluía la carta reclamando a su esposo el
envío de lentejas y aceite de rábano. Esta misiva no es solo interesante por
suponer un ejemplo más amargo de relación conyugal, sino también por
reflejarnos que, con el hombre fuera de casa, sobre la mujer recaía la
trascendental responsabilidad de la economía del hogar.
Las tablillas de Vindolanda (hasta 1300 descubiertas y
datadas en torno al 92-103 d.C.), suponen una documentación
invaluable para indagar en el día a día de los legionarios. Son documentos
redactados sobre madera local (roble, abedul, aliso), del tamaño de una postal
moderna, empleándose plumillas de hierro sobre un mango hueco de madera. En estas tablillas se puede deducir que la tropa
estaba ocasionalmente mal pagada, pues en lugar de gastarse su sueldo en
suministros militares o productos locales (sabemos que una toalla costaba dos
denarios, y una capa cinco), preferían ahorrar y pedir ayuda a sus familiares
para que les enviasen, entre otros productos, subuclae (chalecos), abollae
(capotes) subiblaria (calzoncillos), caligae, calcetines y sandalias...
EJEMPLO V: “Te he enviado […] pares de calcetines de Sattua, dos
pares de sandalias y dos pares de calzoncillos”, escribía un familiar al
soldado contento de recibir este suministro. Como puede apreciarse, buena parte
del requerimiento de estas prendas se debía al clima de Britania, como detalla
otra carta: “… el cielo está oscurecido por la lluvia y las nubes constantes”.
En otros
casos, los soldados podían aprovechar en intentar hacer negocio con los
productos más necesarios en el campamento; en el EJEMPLO VI, los hermanos Octavio y
Candido se quejan de la informalidad de algunos contratistas:
“...un compañero de
mesa de nuestro amigo Frontius ha
estado aquí. Quería que le reservara algunas pieles, le dije que se las daría
antes de las Calendas de marzo. Decidió que vendría a los Idus de enero. No
apareció, ni se tomó la molestia de decirme que ya tenía las pieles”.
Al margen de las miserias de la tropa, también tenemos
las presiones de algunos oficiales. En el EJEMPLO VII, Flavio Cerial, prefecto de la cohorte IX Batavorvm hacia el 97 d.C., recibía
peticiones de esta índole: “Brigionus me
ha pedido, señor, que se lo recomiende, por ello le pregunto si estaría
dispuesto a apoyarlo. Le pido recomendarlo a Annius Aquester, el centurión a
cargo de la región de Luguvalium, lo que me pondrá en deuda con usted, tanto en
su nombre como en el mío”. Más prosaico es el decurión Masclus, quien le pide
instrucciones para las actividades del día siguiente, pero termina diciendo: “Mis
compañeros soldados se han quedado sin cerveza, ordena que nos envíen más”. En
otros casos es el propio Cerial quien pide algún favor, como a un individuo de
nombre Crispino: “Saluda a Marcelo, el hombre más distinguido, mi gobernador.
Ofrece una oportunidad para los talentos de tus amigos [...] de la forma que
desees, cumple lo que espero de ti”.
Una de
las cartas más conocidas de Vindolanda (EJEMPLO VIII), datada hacia el 100 d.C., es la
dirigida por Claudia Severa (esposa del comandante de la tropa) a su hermana,
Sulpicia Lepidina (esposa del ya mencionado Flavio Cerial), instándole para que
esté presente en la celebración de su cumpleaños: “Oh, cuánto te quiero en mi
fiesta de cumpleaños. Harás que el día sea mucho más
divertido. Espero que puedas hacerlo. Adiós, hermana, alma
queridísima”. Estamos nada menos que ante uno de los primeros ejemplos
conservados de escritura en latín de una mujer.
EJEMPLO IX: Apión, natural de
Egipto, se enroló en la legión en Alejandría (s. II); en cuanto desembarcó en
Italia, tras cruzar una terrible tormenta, recibir el uniforme militar y su
primera paga, acudió a hacerse un retrato para enviarlo a su familia con una
carta, que fue redactada por un escriba en griego y con una hermosa caligrafía:
“Apión a su señor y padre Epimachos:
¡Saludos! En primer lugar espero que se encuentre bien
de salud y que las cosas vayan bien para usted, para mi hermana y su hija, y
para mi hermano. Doy las gracias a Serapis por salvarme la vida cuando, justo
al principio, pasé tanto peligro en el mar. Cuando llegué a Misenum [cerca de Nápoles] recibí tres monedas de oro del
emperador [¿Trajano?] para gastos, y todo me va pero que muy bien. Por favor, señor padre, escriba y cuénteme
sobre su salud, luego sobre mis hermanos, y también para que pueda besar su
mano por haberme educado bien y en consecuencia pueda esperar una rápida
promoción, si los dioses quieren. Dé recuerdos a Capitón [¿algún amigo?] y a mi
hermano y hermana, y a Serenilla [¿una esclava familiar?] y a mis amigos.
Les envío un pequeño retrato a través
de Euktemon. Mi [nuevo] nombre
romano es Antonius Maximus”.
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Carta de Apión a su padre (imagen de https://100falcons.files.wordpress.com/2009/11/roman-letter.jpg?w=399&h=700)
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En el
margen izquierdo de la carta añaden sus saludos dos compañeros de Apión.
Después se enrolló y se selló la carta.
EJEMPLO X: el soldado Aurelio
Polión, de origen egipcio pero de servicio en Aquincum (Panonia Inferior) en el
s. III (fecha deducida por el tipo de caligrafía y el uso habitual del nombre
Aurelio desde el 212), escribió una carta en griego a sus familiares de
Tebtunnis (cerca de El Fayum), que fue descubierta en un templo cerca del Nilo
en 1899 por Bernard Grenfell y Arthur Hunt, y traducida por Grant Adamson en
2011 (actualmente la carta se encuentra en la Berkley’s Bancroft Library de la Universidad
de California). El traductor deduce que el autor debía ser políglota al dominar
egipcio, griego y latín, pero su ortografía y gramática griega eran
irregulares. En esta carta Polión se muestra muy
preocupado porque no tiene noticias de su familia desde hace mucho tiempo, tras
enviar seis cartas; esta última no la envía por la mensajería oficial del
ejército, sino a través de un tercero (Acutius León) con instrucciones de
entrega en el reverso de la carta. Para ser más precisos, Polión se dirige a su
hermano, su hermana y su madre, que ejerce como panadera:
“De Aurelio Polión, soldado de la
legión II Adiutrix, para Heron su hermano y Ploutou su hermana y su madre
Seinouphis la panadera y señora (?) muchos saludos. Rezo día y noche para que
estéis bien de salud y siempre imploro a los dioses por vuestro bienestar. No
he dejado de escribiros pero vosotros no me tenéis presente. Yo cumplo con mi
parte escribiendo siempre y no dejo de pensar en vosotros y os llevo en mi
corazón. Vosotros no me escribís ni me contáis cómo estáis, o qué tal vuestra
salud. Mi preocupación es tanta porque aunque no habéis dejado de recibir mis
cartas con frecuencia, no me habéis escrito para que yo sepa cómo... […]. Mientras
estoy lejos en Panonia os he mandado [cartas] pero me tratáis como a un
extraño. Yo me fui... y estáis contentos... Os he mandado seis cartas. En el
momento en que me tengáis (?) pensamiento, obtendré permiso del consular [el
comandante] y podré volver con vosotros para que sepáis que soy vuestro
hermano. Porque yo no pedí (?) nada vuestro para el ejército, pero yo os culpo
porque aunque yo os he escrito ninguno de vosotros (?)... tiene consideración.
Mirad, vuestro (?) vecino ... Soy vuestro hermano. Escribidme también.
Cualquiera de vosotros... mandadme su... a mí. Saludad a mi padre Aphrodisios y
a Atesio, mi tío... su hija... y su marido Orsinouphis y los hijos de la
hermana de su madre, Xenophon y Ouenophis alias Portas”.
|
Carta de Aurelio Polión (imagen de https://imagenes.montevideo.com.uy/imgnoticias/201408/_W933_80/461695.jpg)
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Así que la próxima vez que se os ocurra pensar en la edulcorada y hollywoodiense visión de las legiones romanas, recordad algunos de estos testimonios y muchos otros.
Fuentes:
Aegyptische Urkunden aus den Königlichen Mussen zu Berlin, Griechische Urkunden (BGU).
Artemidoro de Éfeso: Interpretación de los sueños.
Corpus Epistolarum Latinarum (CEpistLat).
Corpus Papyrorum Latinarum (CPL).
Flavio
Josefo: Guerra de los Judíos.
Papyri and Ostraca from Karanis (P.Mich.).
Tácito: Anales, I.
Vegecio: Compendio de técnica militar.
Bibliografía:
Alston, R. (1995): Soldier and Society in Roman Egypt. A Social History, London, Routledge.
Bowman, A. K. (2000): "El ejército imperial romano. Las carta y la cultura escrita en la frontera septentrional", en Bowman, A. K. y Woolf G. (comps.): Cultura escrita y poder en el mundo antiguo, Barcelona, Gedisa editorial, 173-197.
Henry
Breasted, J. (1944): Ancient Times. A
History of the Early World, Ginn and Company.
Le
Bohec, Y. (2007): El ejército romano,
Barcelona, Ariel.
Matyszak,
Ph. (2010): Legionario. El manual del
soldado romano, Madrid, Akal.
Morello, R. y Morrison, A. D. (2007): Ancient Letters. Classical and Late Antique Epistolography, Oxford, Oxford University Press.
Perea Yébenes, S. (2010): "Ejército y soldados romanos en cartas de mujeres sobre asuntos familiares, militares y civiles, en papiros de Egipto de los siglos I-IV", en Palao Vicente, J. J. (ed.): Militares y civiles en la antigua Roma. Dos mundos diferentes, dos mundos unidos, Salamanca, Universidad de Salamanca, 197-223.